BLANCO
Blanco,
todo era blanco.
Aunque,
bueno, tampoco era de esperar ver colores cálidos y acogedores que recordaran
épocas felices de tu vida, ya que, esto era un campo de batalla, donde tu
muerte no dependía de qué fuerte lucharas sino de unas manos frías que podían
llegar demasiado tarde.
Todo
era frío, era hostil. Inmediatamente
sentí que cada parte de mí se tensaba cuando oí pequeños pitidos a lo lejos;
esa era la famosa alarma, el aviso que con rudeza te decía que estabas
muriendo.
Mi
cuerpo estaba sumido en la desesperación, quería gritar y salir corriendo de
allí hasta llegar a un lugar donde no sintiera miedo alguno, donde pudiera
descansar, donde ningún prejuicio me acompañara hasta la muerte.
En
un instante, mi respiración comenzó a sentirse irregular, mi cabeza dolía, y lo
único que percibía era el olor del miedo.
Lo
irónico de este tipo de lugares es que pretenden que pases los últimos momentos
más agradables y de la manera menos
dolorosa, pero siempre resultaba más duro, más frío.
Lo
último que pude oír antes de cerrar los ojos, fueron los gritos desesperados de
la voz de Emily, mi hija. No quería que
me viera de esa manera, no ella, no quería oír sus desesperados gemidos de
dolor y sus fuertes sollozos. Intenté
gritar y pedir casi de inmediato que la sacaran de allí, pero fue entonces
cuando oí esa alarma, la alarma definitiva, me estaba avisando, me gritaba
furiosa, me golpeaba en los oídos para que reaccionara, no podía moverme,
sentía un dolor intenso en el lateral izquierdo de mi pecho y gritaba en
silencio, grité hasta que el pitido se escuchó como un leve susurro, y
entonces, escuché que me dijo: “¿Es
demasiado tarde ya como para remediar las cosas, o… no lo es?”
Fue
ahí cuando abrí mis ojos, también ocurrió todo a cámara lenta; un tren de alta
velocidad, una mujer cruzando la calle y yo.
Dahianna
Herrera
4º ESO (primer premio)
EL SUEÑO
Era
un abuelo pobre y solitario que no había tenido mucha suerte en la vida, pero a
pesar de eso su carácter siempre había sido muy alegre, le encantaba jugar,
hasta en sueños jugaba. Y jugaba a lo
único que tenía: la vida que había vivido.
Al amanecer, se imaginaba que era un mocoso que correteaba por el patio
de la casa familiar; por la mañana, el mocoso se convertía en un adolescente
que se comía con los ojos a la hija del vecino de enfrente de su pueblo natal;
al mediodía, el adolescente se transformaba en un apuesto hombre que, acompañado
por la hija del vecino, ya una bella mujer, cortejaba al futuro en la orilla de
la playa; por la tarde, el hombre se transformaba en un padre primerizo que,
junto a la mujer bella y amada, ahora madre, caminaba por el parque empujando
la sillita en la que dormía plácidamente un hermoso bebé; al anochecer, el
padre era un viejo viudo que se introducía en la cama acompañado de los
recuerdos coleccionados en sus ochenta y cinco años de vida. De madrugada, en sueños, se lo pasaba en
grande jugando al juego de la vida ya que era todo como él quería.
Adrià Ferreiro
4ºESO
(segundo premio)